Una interpretación del último libro de la Biblia.
Apocalipsis 2:1-7
En el segundo y el tercer capítulo de Apocalipsis, encontramos una parte muy importante de la Sagrada Escritura: las cartas a las iglesias. El Dr. Bengel, un hombre piadoso, solía recomendarle a los predicadores jóvenes, en primer lugar, el estudio de estas cartas. Al igual que las parábolas, estas cartas consisten exclusivamente de palabras propias de Cristo. Son las últimas que tenemos directamente de Él. Quizás también sean los únicos de Sus discursos, que nos son dados sin recorte. Con sus introducciones solemnes: “dice esto…”, y los encabezamientos muy directos: “Yo conozco…”, trasmiten la impresión de una majestuosidad excepcional. Esta impresión también se forma por la orden siete veces repetida: “El que tiene oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias”.
No hay razón para creer que las siete cartas deban haberse dirigido solamente a las siete iglesias locales, sino que más bien estas iglesias locales representan a la iglesia de Jesús en su totalidad. El número siete representa la plenitud y la perfección divinas de la era de la iglesia. Es decir: el mensaje del Cristo llevado a las siete iglesias de Asia Menor es válido del mismo modo a la totalidad de la Iglesia de hoy, tal como tenía su validez completa para la Iglesia ya glorificada de generaciones pasadas.
Las siete cartas, no obstante, no son proféticas en el sentido que cada una de ellas represente una época determinada de la historia de la iglesia. Este tipo de interpretación ha llevado a muchas exégesis, suposiciones e hipótesis arbitrarias. Claro que no se puede negar, que –como con la imagen de las naciones de Nabucodonosor, donde la disminución de la calidad exterior de los poderes del mundo fue representada con diversos metales (oro, plata, cobre, hierro, barro)– el poder espiritual de la Iglesia de Jesús en el correr de las generaciones ha disminuido constantemente a través de concesiones y secularización, de modo que la Iglesia del fin del tiempo hoy, en gran medida, es idéntica con Laodicea. Pero, ¿no están presentes en la iglesia total todos los lados de luz y sombra que el Señor enaltecido muestra en las siete iglesias? ¡Por eso, escuchemos lo que el Espíritu hoy le dice a la Iglesia a través de las siete cartas!
La primera carta del cielo
“Escribe al ángel de la iglesia en Éfeso: El que tiene las siete estrellas en su diestra, el que anda en medio de los siete candeleros de oro, dice esto: Yo conozco tus obras, y tu arduo trabajo y paciencia; y que no puedes soportar a los malos, y has probado a los que se dicen ser apóstoles, y no lo son, y los has hallado mentirosos; y has sufrido, y has tenido paciencia, y has trabajado arduamente por amor de mi nombre, y no has desmayado. Pero tengo contra ti, que has dejado tu primer amor. Recuerda, por tanto, de dónde has caído, y arrepiéntete, y haz las primeras obras; pues si no, vendré pronto a ti, y quitaré tu candelero de su lugar, si no te hubieres arrepentido. Pero tienes esto, que aborreces las obras de los nicolaítas, las cuales yo también aborrezco. El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias. Al que venciere, le daré a comer del árbol de la vida, el cual está en medio del paraíso de Dios” (Ap. 2:1-7).
Éfeso era una capital antigua de Asia Menor con aproximadamente medio millón de habitantes; una metrópoli orgullosa y, al mismo tiempo, una ciudad comercial fabulosa y el lugar principal de la idolatría a Diana, como nos lo explica claramente Hechos 19. Allí había una comunidad judía bastante grande, que Pablo conoció en su segundo viaje (Hch. 18:19-21). También Apolo predicó allí (Hch. 18:24-28). Más adelante, Pablo vivió tres años en Éfeso (Hch. 20:31). Por medio del trabajo de Pablo, el Señor fundó Su iglesia de judíos y gentiles. Era de los ancianos de esta iglesia, de quienes Pablo tuvo una despedida tan conmovedora en su tercer viaje misionero (Hch. 20:17-38). A esta iglesia, Pablo le escribió su carta poderosa, en la cual posiblemente nos sea dado el conocimiento más profundo sobre el misterio de la Iglesia, el cuerpo de Jesucristo. La tradición dice que Éfeso también fue el lugar de residencia del apóstol Juan, y que él habría trabajado y fallecido allí. Y desde allí, después de la muerte de Pablo, habría tenido la supervisión de todas las iglesias de Asia Menor.
Entre el 630 y el 640 d.C., Éfeso cayó en manos de los turcos. La ciudad misma fue destruida en el año 1402 d.C. por Timur-Lenk. Los escombros que han quedado actualmente se llaman Adsha Soluk, surgido de Hagios Theologos, que significa “teólogo santo”, recordando el apóstol Juan “el teólogo”, que se dice fue sepultado allí.
“Al ángel de la iglesia en Éfeso escribe” (Ap. 2:1). ¡Una iglesia local recibe una carta personal del Señor! “…al ángel de la iglesia”. ¿Verdaderamente se trata aquí de seres angelicales? Difícilmente. El hecho es que la palabra “ángel” también a menudo es traducida como “mensajero”. La explicación más lógica en este contexto posiblemente sea que aquí se trata de los líderes de la iglesia. Alrededor de la isla Patmos en el Mar Mediterráneo, donde el Apóstol Juan estaba en exilio, se encontraban las siete iglesias de Asia Menor.
Los siete ángeles, es decir ancianos, mantenían activa la comunicación entre Juan y las iglesias (Ap. 1:19-20). Ellos tenían una gran responsabilidad. Eso ya queda claro al leer los primeros versículos: “Al ángel de la iglesia en Éfeso escribe”. Porque lo que el Señor hizo escribir a los ancianos de la iglesia en Éfeso, estaba determinado para la iglesia entera. De modo que su responsabilidad consistía en trasmitir a la iglesia literalmente lo que el Señor le dijo a Juan, y lo que este tuvo que escribir. Esta responsabilidad también la tenemos nosotros, en cuanto seamos siervos o siervas del Señor Jesús: trasmitir lo que el Señor nos dice. ¡Él nos ha confiado mucho!
Pero también hay una bendición enorme en trasmitir lo recibido. Eso, de hecho, también era una de las mayores fuentes de fortaleza de nuestro Señor Jesús. Él testifica en la oración sacerdotal: “Porque las palabras que me diste, les he dado” (Jn. 17:8). ¡Qué pobres son las iglesias que ya no tienen mensajeros que pongan su oído a la Biblia, en el corazón de Dios!
Y ahora el Señor enaltecido, el autor habla de sí mismo: “El que tiene las siete estrellas en su diestra, el que anda en medio de los siete candeleros de oro, dice esto” (Ap. 2:1). “Las siete estrellas son los ángeles de las siete iglesias, y los siete candeleros que has visto, son las siete iglesias” (Ap. 1:20). De modo que queda claro lo que el Señor quiere decir con la frase: “El que tiene las siete estrellas en su diestra…”. Qué consuelo: ¡Él tiene a Sus siervos en Su mano! ¿Es usted un siervo, una sierva de Dios? ¡Entonces eso también es válido para usted! “Nadie los arrebatará de mi mano” (Jn. 10:28). Eso lo dice el Señor enaltecido, el que anda en medio de los siete candeleros de oro, las siete iglesias. ¡Cuán grande es la plenitud de la luz de una iglesia! Israel, en el Antiguo Testamento, tenía una sola luz, la menorá, que brillaba en el tabernáculo, y más adelante en el templo. Las siete iglesias representan la totalidad de la iglesia. Esta tiene una plenitud de luz septuplicada. “Vosotros sois la luz del mundo” (Mt. 5:14), dijo el Señor Jesús.
Cuando el Señor se presentó a sí mismo para evitar que surgiera una confusión en cuanto a quién habría redactado la carta, legitima al mismo tiempo a Sus siervos: “El que tiene las siete estrellas en su diestra”. Eso nos recuerda a Isaías 42:1: “He aquí mi siervo, yo le sostendré”. El Señor además menciona que Él anda en medio de los siete candeleros de oro, es decir, que no está simplemente parado allí. ¡Él está en medio de ellos! Y: ¡Él es activo en medio de ellos!
Miremos al Señor Jesús en Su caminar de victoria de la tierra al cielo: tres días después de Su muerte en la cruz, Él resucitó victorioso, y cuarenta días después, ascendió al cielo triunfante, sentándose a la diestra de la majestad de Dios. No obstante, por medio del Espíritu Santo, Él anda hoy entre las siete iglesias, es decir, en medio de la totalidad de la iglesia. Él está presente, a pesar de que en el Nuevo Testamento nueve veces (cuatro de ellas en la carta a los hebreos) lo vemos sentado a la diestra de la majestad en las alturas. Él está “sobre todo principado y autoridad y poder y señorío, y sobre todo nombre que se nombra, no solo en este siglo, sino también en el venidero” (Ef. 1:21).
Su enaltecimiento no es nada menos que el resultado de Su resurrección. Y lo maravilloso: cuando Jesús subió al cielo, sucedió como en el caso de Abraham, de quien está dicho que Melquisedec se le presentó y le trajo pan y vino. Cuando eso sucedió, Leví ya estaba en las entrañas de Abraham, es decir: el Israel entero, el sacerdocio (He. 7:5), ya estaba en Abraham. Pero todavía no había sido revelado. Y cuando Jesucristo subió al cielo, ya estaba la totalidad de la iglesia en Él. Nosotros todavía no éramos visibles, pero estábamos presentes; estábamos en cierto sentido en Sus entrañas, porque Él es la cabeza y nosotros somos los miembros. Nosotros somos el cuerpo de Jesucristo, y con eso el triunfo de Jesucristo –Su ascensión al cielo y Su sentarse a la diestra de la majestad de Dios– también es nuestro triunfo (cp. Éf. 2:6).
Wim Malgo (1922–1992)