“Entonces Samuel dijo: Habla, porque tu siervo oye”.
1 Samuel 3:10
El joven Samuel aún era un inexperto en el servicio al Señor. Tres veces corrió hacia el anciano sacerdote Elí pensando que este lo había llamado. Su madre Ana ya lo había consagrado al Señor desde antes de su nacimiento y apoyaba a su niño en aquel lugar con sus oraciones. El tabernáculo se encontraba en Silo. Allí los hijos de Elí, Ofni y Finees, llevaban una vida perversa. “Los hijos de Elí eran hombres impíos, y no tenían conocimiento de Jehová. (…) Era, pues, muy grande delante de Jehová el pecado de los jóvenes; porque los hombres menospreciaban las ofrendas de Jehová” (1 Samuel 2:12, 17). De Samuel, en cambio, dice en el capítulo 3, versículo 3: “Samuel estaba durmiendo en el templo de Jehová, donde estaba el arca de Dios”. Esta vida en la presencia de Dios le permitió ir madurando para convertirse en un megáfono del Altísimo para con su pueblo, mientras que Ofni y Finees poco después murieron en manos de los filisteos. ¿No nos sucede lo mismo que a Samuel? Vivimos en un mundo que nos tienta a mezclar lo santo y lo profano. Pero el Señor nos quiere hablar. Depende de nosotros si aprendemos, como Samuel, a oír, a leer con temor la Palabra de Dios con la disposición interior de aquel discípulo que escucha a su maestro y permite que este le enseñe. El Señor muchas veces no nos puede hablar porque leemos y oímos su Palabra en forma rutinaria, sin una verdadera disposición interna de atender a lo que Él tiene para decirnos. Por eso, oremos con corazón sincero, como también lo hizo Samuel: “Habla, porque tu siervo oye”.
Por Dieter Steiger