“E invócame en el día de la angustia; Te libraré, y tú me honrarás”.
Salmos 50:15
Un alpinista, escalando en los Alpes, sufre una caída hacia un precipicio y, herido, queda allí tirado. Finalmente, tras un par de horas llega un helicóptero y por los altavoces resuena: “Somos de la Cruz Roja”. Con las últimas fuerzas y cercano ya al desmayo, el accidentado contesta: “¡No voy a dar nada!”. Causaría gracia de no ser lamentable. ¿No nos pasa esto a veces? ¿No rechazamos también nosotros la ayuda que se nos ofrece? Al igual que el alpinista de esta ilustración, que no quiere ser rescatado por la Cruz Roja, muchas personas no se quieren dejar salvar por Aquel que nos ofrece su ayuda. Hace 2000 años Dios envió a Jesús a este mundo para rescatarnos, pero Él no nos rescata contra nuestra voluntad. No nos obliga. Él quiere que le invoquemos, y depende de nosotros si nos queremos dejar rescatar o no. Cuántas veces tendemos a decir: “¿Por qué Dios no me ha ayudado?”. ¿Acaso realmente le pedimos que lo hiciera? Nos sucede como a este alpinista que tal vez con su último aliento se queja diciendo: “¿Por qué nadie me ha ayudado?”. ¿Hacemos lo mismo nosotros? ¿Culpamos a Dios por todas las cosas malas que suceden en el mundo y nos preguntamos: “Por qué permite esto”? Dios ya hizo todo por salvarnos, y a través de su Hijo Jesucristo podemos alcanzar la salvación. Este ofrecimiento aún está vigente. Depende de nosotros, tenemos la elección de decir: “No voy a dar nada, prefiero esperar a otro”, o bien, “Sí, Señor, por favor, rescátame”.
Por Thomas Lieth