“Y le dijo (el rey): Amigo, ¿cómo entraste aquí, sin estar vestido de boda? Mas él enmudeció”.
Mateo 22:12
“Pero rey, tú sabes que vengo del camino. Hace una hora tu siervo me recogió, sucio como yo estaba. ¿Cómo puedes pretender que me aparezca aquí con vestidos de fiesta?”. Esta tendría que haber sido la respuesta de nuestro amigo. Pero no fue así, él no contestó una palabra. Enmudeció. ¿Por qué? Hubiese tenido motivos para defenderse. ¿Ese rey no será un poco exigente? ¿Acaso todos los demás invitados no venían también del camino? ¿Con qué atavíos estaban entonces los demás invitados en el salón? ¿Cómo puede ser que el rey no le tuviese misericordia también a él?
Sí, es cierto, todos llegaron en las mismas condiciones hasta la entrada de la sala. Pero allí sucedió algo que establece la diferencia: era costumbre que, a la entrada, los siervos del rey esperaran a los invitados con vestidos de gala y se los ofrecieran gratuitamente. Todos aprovecharon eso. Menos uno. ¿Por qué? ¿Qué lo habrá llevado a rechazar la oferta? “Nada necesitamos”, dijo la gente de
Laodicea. Dios les aconsejó que vistieran ropas blancas para que la vergüenza de su desnudez no fuera vista (vea Apocalipsis 3:18). “Quitadle esas vestiduras viles”, dice en Zacarías 3:4. Y continúa: “Mira que he quitado de ti tu pecado, y te he hecho vestir de ropas de gala”.
¡El rey no era demasiado exigente! Aquel hombre no tenía argumentos para defenderse, pues rechazó el ofrecimiento del rey. ¿Cómo se encuentra usted ante el rey, ante Dios, quien en su misericordia le ofrece vestidos blancos y puros, es decir, su justicia, la cual solo obtendremos mediante la sangre de Jesús?
Por Stefan Hinnenthal