“…¿cuánto más la sangre de Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias de obras muertas para que sirváis al Dios vivo?”.
Hebreos 9:14
En la última noche de los israelitas en Egipto, estos tuvieron que pintar los postes y el dintel de las puertas con la sangre de un cordero pascual para que el ángel de la muerte los pasara por alto. Esa era su protección. ¡Ay de aquel que no lo hubiera hecho! La destrucción habría caído también sobre él. Nuestro cordero pascual es Jesucristo, quien derramó su sangre por nosotros. Él cumplió una obra de validez eterna, un rescate absoluto, y creó un bastión contra el enemigo. Muchos cristianos le dicen “sí” a Jesús, pero no le dicen “no” al enemigo. Su puerta al mundo se encuentra abierta de par en par y no está asegurada. La sangre, la señal de la redención, ya no tiene significado en sus vidas. Los postes y el dintel de la puerta de su corazón se están desgastando. Ya no se ve la sangre. El enemigo puede entrar sin dificultades. ¿Será este también nuestro caso? Es de suma urgencia que hoy mismo echemos un vistazo al interior de nuestra casa espiritual y comprobemos que no haya entrado ningún intruso y nos haya robado. Primeramente, deberíamos observar nuestra puerta: ¿aún está pintada? ¿Aún presenta la señal de la sangre? ¿Aún están los valores espirituales? ¿O entró el enemigo sigilosamente y nos robó nuestro tiempo, aquel que antes utilizábamos para estar con Jesús? ¿O acaso las obras muertas le han robado a nuestra conciencia la sensibilidad de poder escuchar las advertencias del Espíritu? Si ese es el caso, solo hay uno que puede ayudar: Jesucristo, quien ya pagó por nosotros con su sangre.
Por Peter Malgo