“Pero algunos perversos dijeron: ¿Cómo nos ha de salvar éste (Saúl)? Y le tuvieron en poco (…); mas él disimuló”.
1 Samuel 10:27
Saúl justo había sido elegido como rey por el pueblo de Israel, pero algunos del pueblo lo menospreciaron y difamaron. Pese a que su vida lamentablemente terminó en tragedia, al inicio de su “carrera” había sido una persona llena del Espíritu de Dios. Normalmente, un rey castiga a la gente que lo menosprecia y calumnia, no así Saúl. A propósito hizo como que no escuchó, y no permitió que una raíz de amargura se arraigara en su corazón. ¡Qué rápido tendemos a pagar mal por mal, si no es inmediatamente, entonces ni bien se dé la oportunidad de hacerlo! Algún tiempo después, cuando Saúl obtuvo una gran victoria, su gente le sugirió que matara a aquellos que le querían hacer el mal. Pero él respondió: “No morirá hoy ninguno, porque hoy Jehová ha dado salvación en Israel” (1 Samuel 11:13). Él no se dejó gobernar por la arrogancia, sino que permaneció humilde. La soberbia siempre reacciona con sensibilidad desmedida. Pero Saúl dejó en manos de Dios el castigo a las malas lenguas. Él veía la gran salvación de Dios, ¿cómo no sería misericordioso él también? Intercedió por esas personas con el mismo espíritu que tenía Jesús: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34). Como consecuencia experimentó gozo y adoración. Dios es tan bueno con nosotros que nos ha regalado el perdón a través del sacrificio de Jesús en la cruz. Él nos perdonó todo. Y una y otra vez podemos acudir a su perdón. ¿No deberíamos nosotros también perdonar a otros? La Palabra de Dios dice: “Y perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores” (Mateo 6:12).
Por Stephan Beitze