“La lámpara del cuerpo es el ojo; así que, si tu ojo es bueno, todo tu cuerpo estará lleno de luz”.
Mateo 6:22
Cuando estuve en África, hace ya algunos años, vi ojos que ardían tanto por Cristo que hasta el día de hoy aún me parece verlos. Eran los ojos de una misionera. Ella vive sin las comodidades y la seguridad de la civilización. El médico más cercano está a kilómetros de distancia. ¡Sin embargo, estos ojos brillan para Jesús! Desde hace quince años vive muy lejos de su hogar, lejos de la familia y de los amigos. Hace muchos años comenzó a evangelizar una tribu africana. Aprendió su idioma, le enseñó a esta gente su propia escritura y comenzó a traducir la Biblia en su idioma. En la actualidad, esta tribu posee el Nuevo Testamento y muchos coros cristianos. Durante una predicación, estos ojos hablaron más que mil palabras. Pensé en las palabras de Daniel 12:3: “Los entendidos resplandecerán como el resplandor del firmamento; y los que enseñan la justicia a la multitud, como las estrellas a perpetua eternidad”. ¿No nos recuerda esto a los creyentes de la iglesia primitiva en Jerusalén, los cuales glorificaban las grandes obras de Dios? Los ojos son la lámpara del cuerpo, deberíamos cuestionarnos: ¿nuestros ojos también resplandecen para Jesús? “Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es” (1 Juan 3:2). Cuando le pregunté a la misionera si sentía soledad, me contestó: “Sí, a menudo, especialmente durante una afección de malaria. Pero Dios es quien me fortalece para hacer mi trabajo”. ¡Y sus ojos brillaban! ¿Nuestros ojos también brillan?
Por Samuel Rindlisbacher