“Y oyeron la voz de Jehová Dios que se paseaba en el huerto, al aire del día; y el hombre y su mujer se escondieron de la presencia de Jehová Dios entre los árboles del huerto”.
Génesis 3:8
Después de haber pecado, Adán sintió temor de Dios y se escondió de Él. ¿Por qué? Porque fue desobediente y eso lo llevó a que perdiera el amor y la confianza hacia Dios. Si un niño ama a sus padres, no sale corriendo, aun si hubiera hecho una travesura. Aguanta confiadamente y en amor algún tipo de disciplina, pero no huye. Madre e hijo están de compras en la ciudad. El pillo hace de todo, hasta que a la madre finalmente se le agota la paciencia y le deja las cosas bastante en claro. Una hora más tarde, en la locura del local comercial, madre e hijo se pierden de vista por un momento. Cuando el niño de pronto se da cuenta de que su madre ya no está, comienza a llorar y a gritar. ¿A quién cree usted que llama el niño? ¿Al policía, a la vendedora, a la hermana o al padre? No, instintivamente llama a la mamá, aun cuando ella hacía un rato lo había disciplinado. Pero, en definitiva, este niño ama a su madre y confía en ella. Jesús nos abrió el camino para ser hijos de Dios. Por eso, nuestra vida debería estar marcada por el amor y la confianza. “Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios” (Juan 1:12). No deberíamos temer porque, si tememos, el amor de Dios no puede obrar en nuestra vida. Si cometemos algún pecado, deberíamos buscar a Dios y arrepentirnos. Así recibiremos perdón y la paz colmará nuestro corazón.
Por Thomas Lieth