“Ahora, Señor, despides a tu siervo en paz, conforme a tu palabra; Porque han visto mis ojos tu salvación, la cual has preparado en presencia de todos los pueblos”. Lucas 2:29-31
En este pasaje se nos narra acerca de Simeón, quien anteriormente había recibido por parte de Dios la promesa de que no moriría sin antes ver al Salvador Jesucristo. Y entonces, un día en el templo de Jerusalén, había llegado la hora. Simeón se encontró con Jesús, y supo que la hora de su muerte estaba cercana. Pero Simeón no se angustió por eso, todo lo contrario, hasta pudo alegrarse, porque sabía que este Jesús era el Salvador y Redentor. Un hijo de Dios también puede enfrentar con consuelo la muerte corporal, pues el solo hecho de saber que Jesús es nuestro redentor le quita a la muerte su horror. “¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria? (…) Mas gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo” (1 Corintios 15:55-57). Queremos volver a traer a nuestra memoria que la victoria ya fue alcanzada para nosotros. Nadie nos puede quitar esta convicción porque Dios mismo es nuestra garantía. Jesús murió por nosotros para que tuviéramos vida. “De cierto, de cierto os digo, que el que guarda mi palabra, nunca verá muerte” (Juan 8:51).
Por Thomas Lieth.