“Alzad, oh puertas, vuestras cabezas, y alzaos vosotras, puertas eternas, y entrará el Rey de gloria”.
Salmos 24:7
“¿Quién es el Rey de gloria?”, se pregunta en el siguiente versículo. “Es Jesús”, tiene que ser la respuesta. Pues esta palabra profética se cumplirá, cuando el portal de oro en Jerusalén, que hasta ahora ha permanecido amurado impidiendo el paso al monte del templo desde el occidente, abra sus puertas. Hoy parecerían ser puertas selladas por la eternidad. Esa es precisamente la idea del enemigo: selladas para impedir el acceso del Mesías. En aquel entonces el pueblo de Israel gritó: “No queremos que este reine sobre nosotros” (Lucas 19:14). Pero también en la vida de las personas existe una “Jerusalén”, cuyas puertas a menudo parecen estar fuertemente, hasta podría pensarse que eternamente selladas: el corazón. “Ama Jehová las puertas de Sion”, dice el Salmo 87:2. Dios ama la puerta de su corazón. Solo que le gustaría tanto verla abierta, ampliamente abierta, para que Jesús pueda tomar posesión de Su trono: “Su habitación en Sion” (Salmos 76:2), el Sion de su vida, su corazón. Su corazón debe convertirse en la “capital de su vida”, en la cual Jesús pueda reinar. David, el hombre según el corazón de Dios, tomó Jerusalén, y a partir de entonces reinó desde la claramente definida capital del país. El rey Saúl, por el contrario, nunca gobernó desde un lugar definido. Una vez gobernaba aquí, otra vez allá, según cómo le pareciera en el momento, a veces triunfal, otras muchas veces en desobediencia, por su propia fuerza, sin la clara dirección de Dios. Su reinado no sirve para presentar proféticamente el gobierno de Jesús; el de David, sin embargo, sí. ¿Nuestra vida se asemeja a la época de Saúl o a la de David? Debería ser una ilustración del reinado de Jesucristo.
Por Stefan Hinnenthal