“Y derramaré sobre la casa de David, y sobre los moradores de Jerusalén, espíritu de gracia y de oración; y mirarán a mí, a quien traspasaron, y llorarán como se llora por hijo unigénito, afligiéndose por él como quien se aflige por el primogénito”.
Zacarías 12:10
Qué momento tan conmovedor ha de ser este, cuando los judíos repentinamente verán y reconocerán a Jesús, cuando de pronto entiendan: aquel, que hace 2000 años atrás llevamos a la cruz, al que desechamos y del cual nos burlamos, es nuestro Mesías. Él lo ha dicho, pero nosotros no le creímos. Desde hace siglos los judíos esperan llenos de nostalgia a su Salvador prometido. Y entonces, cuando el gran momento haya llegado al fin, posiblemente sean mayores el llanto y la aflicción que la alegría. ¿Por qué? Porque reconocerán, que el sufrimiento, el dolor y la persecución que experimentaron por milenios les hubiesen podido ser evitados. Será un momento dramático, desgarrador y anegado en llanto, tanto como nunca lo ha visto el mundo. Lágrimas de gozo –¡al fin llegó nuestro Salvador y Redentor!– se mezclarán con una vergüenza muy profunda. Dios se vuelve nuevamente a su pueblo Israel. Básicamente, nunca lo olvidó (vea Isaías 49:14-16), sino que únicamente lo dejó de lado por un determinado tiempo para salvación nuestra. Pero cuando Jesús regrese visiblemente con gran poder y gloria, los judíos y los cristianos serán uno en el nombre de Jesucristo, en el nombre de Jeschuah Mesías.
Por Thomas Lieth