
“Porque la palabra de la cruz es locura a los que se pierden; pero a los que se salvan, esto es, a nosotros, es poder de Dios”.
1 Corintios 1:18

Para los griegos, los cuales idealizaban el cuerpo humano, y cuyos dioses rebosaban de fuerza, era imposible entender que el Dios vivo pudiera tomar la forma de un hombre débil y miserable. Para ellos, era como una insensatez que este hombre totalmente frágil y deshonrado, ensangrentado y desfigurado con brutalidad, colgado de un madero, pudiera lograr la reconciliación entre Dios y el hombre. Para los judíos, por otro lado, Él era un fastidio, ya que este Jesús no entraba en su esquema religioso legalista, ideado por ellos mismos, y la hipocresía que de allí surgía. Miraban con desprecio a la gente común del pueblo; a aquellos que no eran judíos, con repugnancia; y de Jesús decían: “He aquí un hombre comilón, y bebedor de vino, amigo de publicanos y de pecadores” (Mateo 11:19). Así como en aquel entonces, aún hoy lo sucedido en la cruz y el mensaje de la misma es un fastidio y una insensatez para la mayoría de las personas. Ellos no pueden ni quieren tener nada que ver con ese mensaje. Para ellos es una locura. Visto a nivel superficial, lo sucedido en la cruz es una vergüenza y una derrota. Pero, en realidad, es el triunfo más grande. Se puede comparar este acontecimiento de la cruz con alguien que está afiebrado, el cual trágicamente muere de una infección mortal. Pero con su muerte también se asegura la muerte del virus. En el mismo sentido, Jesucristo destruyó el poder del pecado por su muerte en la cruz del Gólgota. Por eso, podemos exclamar llenos de gozo: “¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria?” (1 Corintios 15:55). Esto también tiene validez para cada persona en particular.
Por Samuel Rindlisbacher