
“Dios es nuestro amparo y fortaleza, nuestro pronto auxilio en las tribulaciones. Por tanto, no temeremos, aunque la tierra sea removida, y se traspasen los montes al corazón del mar”.
Salmos 46:1-2

Muchas cosas hoy día nos infunden temor. Por ejemplo, la criminalidad, el sida, el cáncer, los infartos, el desempleo, la soledad, la anarquía, la caída de la moral o las catástrofes naturales. Rápidamente, perdemos la paz interior y nos preocupamos en demasía. ¿Acaso no nos olvidamos muy pronto de que solo somos peregrinos, de que solo estamos de paso? Muchas veces mantenemos cosas en perfecto estado, como si fueran a durar para siempre. Como hijos de Dios, podemos mirarlo a Él, el que permanece, el eterno de Israel, la roca inamovible. Eso debería calmarnos y tranquilizarnos. En ningún lugar podríamos estar más seguros que en las manos de Dios. Cuando otros entran en pánico al escuchar del fin del mundo, nosotros sabemos que Él sostiene y sustenta todo. En términos modernos: no tenemos que rompernos la cabeza frente a eventuales tragedias. ¿Y qué sucedería si el sol se oscurece y se apaga, o si los principales recursos naturales se agotan, o si de pronto no hubiera más combustible? ¿Y qué sucedería con la siempre presente amenaza nuclear? ¿Qué haríamos si las redes del poder global nos enredan o aprietan cada vez más? No nos olvidemos: incluso los días del Anticristo están contados. Dios está muy por encima de todo. Sus intenciones se cumplen, y en Él estamos protegidos. Por eso, es importante ver cada nuevo día si las cosas nos llevan más cerca de Dios o si nos alejan de Él. Esa es una prueba de nuestro caminar con el Señor, lo cual nos llevaría a preguntarnos acerca de los límites, si participamos en esto o aquello, si usamos, vemos, leemos, escuchamos o nos vestimos de esta o aquella forma. Todo tiene que agradar a Dios.
Por Reinhold Federolf