“Entonces dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza”.
Génesis 1:26
Con estas palabras el Dios trinitario (Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo) colocó su imagen infinitamente santa sobre esta tierra. Esta imagen fue totalmente destruida con la caída, y solo pudo restaurarse por un camino: por la destrucción total del culpable. Aquel que había pecado tenía que morir para que Dios pudiera crear una imagen nueva. Dios tomó ese camino. Pero no lo hizo destruyendo al hombre que había ensuciado su imagen, sino que en vez de eso, dejó morir a su Hijo en la cruz del Gólgota. Cuando este hecho fue consumado, Dios pudo manifestar nuevamente su imagen sobre este mundo. Pero no de la misma forma que en el huerto del Edén, sino que después de la muerte de Jesús, todas las personas que se dejaron comprar por la sangre del Cordero llevan la imagen del Dios santo y trinitario en ellos. De esto habla Colosenses 3:3: “Porque habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios”. Estas pocas palabras dan testimonio con increíble fuerza del hecho de que la imagen del santo y trinitario Dios está otra vez en el mundo, en aquellos que fueron hechos hijos de Dios por la sangre de Jesucristo. Este es un suceso imponente, ya que aunque exteriormente nos pueda ir muy mal, el hombre interno, es decir, la imagen de Dios, no puede ser afectada. Así está escrito en 2 Corintios 4:16: “Por tanto, no desmayamos; antes aunque este nuestro hombre exterior se va desgastando, el interior no obstante se renueva de día en día”.
Por Marcel Malgo