
“Y cuando oyeron los vecinos y los parientes que Dios había engrandecido para con ella su misericordia, se regocijaron con ella”.
Lucas 1:58

El nacimiento de Juan el Bautista produjo gran alegría en todas partes. Nadie creía posible que Elisabet, en su avanzada edad, pudiera convertirse en madre. Pero frente al hecho, se le traen regalos, se habla sobre el nombre y sobre el milagro del nacimiento, así como de las singularidades de este suceso. “Y todos los que las oían las guardaban en su corazón, diciendo: ¿Quién, pues, será este niño?” (Lucas 1:66). María, la madre de Jesús, también pertenecía a esta parentela. Dice en Lucas 1:36: “Y he aquí tu parienta Elizabeth, ella también ha concebido hijo”. Probablemente, María también estuvo presente en el nacimiento de Juan (cf. Lucas 1:39, 56). El nacimiento de Juan el Bautista se festejó con regocijo, sin embargo, la misma parentela permaneció callada frente al nacimiento de Jesús. En Belén tampoco se tenía lugar para el niño que habría de nacer. A la familia se le ofreció un establo. Cuando Dios vino a esta tierra, no había ningún lugar para Él. Phillip Yancey escribe en El desconocido Jesús: “Malcom Muggeridge en su libro Jesús, el hombre que vive, se refirió a que hoy en día, con las clínicas de planificación familiar, que evitan que se presenten ‘fallas’, sería imposible que Jesús hubiera nacido en las circunstancias en que lo hizo. El embarazo de María, la falta de un seguro financiero, sumado a que el padre del hijo era desconocido, se presentaba como un claro caso de aborto. Y su afirmación de haber quedado embarazada por medio del Espíritu Santo hubiera requerido un psiquiatra, lo cual a su vez hubiera corroborado la necesidad de un aborto”. ¿Cómo es con nosotros? ¿Tenemos lugar en nuestro corazón para Jesús?
Por Stephan Beitze