“Y los discípulos se regocijaron viendo al Señor”.
Juan 20:20
Si comenzamos a fijarnos en la gente, rápidamente nos decepcionaremos. Por un tiempo todo marchará bien, pero tarde o temprano vendrá la desilusión. Aunque sean los mejores amigos, repentinamente tenemos la impresión de que hay algo que ya no está bien. Es posible que seamos humillados, ignorados y menospreciados. Es como si no existiésemos. Justamente entonces lo único correcto es poner nuestra mirada en Cristo, para no experimentar un naufragio en la fe. Precisamente Él, quien fue menospreciado a lo sumo, quien ante los hombres se volvió nada, es quien nos ama. Él nos carga, nos lleva de la mano y nos dice: “Ven, hijo mío”. Alcemos nuestra mirada a Jesús. Todo lo demás de nada sirve. Humillaciones por parte de otros, no vienen en vano. No son las personas las que lo hacen, sino que son medios de Dios, a través de los cuales Él nos quiere purificar. Tras ellas está el propósito de amor de nuestro Señor. Sin disciplina, sin corrección, nunca llegaremos a ser un vaso para su honra en sus manos. No existe persona a la que no le serviría la humillación. Un árbol que nunca fue expuesto al viento no podrá arraigarse correctamente, y con la primera gran tormenta caería al suelo. Las pruebas, las tormentas de la vida, aquellas que llegan hasta nuestras raíces, muestran de la manera más clara si estamos firmes. Entonces se demuestra sobre qué estamos fundados. ¿Estamos firmes sobre el suelo de la fe? Levantar la mirada a Jesús nos ayuda a atravesar todas las dificultades y nos da gozo: “Y los discípulos se regocijaron viendo al Señor”. ¿Le falta este gozo? ¿Se siente atribulado? Eso no corresponde al propósito de Dios. Él antes bien nos dice en Isaías 55:12: “Porque con alegría saldréis…”
Por Peter Malgo