“Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá”.
Mateo 7:7
Esta palabra nos alienta a orar. Podemos buscar el rostro de Dios. En el nombre de Jesús podemos entrar ante su trono con nuestras peticiones. Eso lo podemos hacer una y otra vez, pues Él quiere que le pidamos. ¿Pero cómo reaccionamos si por mucho tiempo no experimentamos la contestación de una oración? ¿Acaso nos retiramos desilusionados? O tal vez pensamos que nosotros mismos somos el motivo por el cual Él no puede escuchar nuestras oraciones. En Santiago 4:3 leemos: “Pedís, y no recibís, porque pedís mal, para gastar en vuestros deleites”. Eso no nos debe suceder. El Salmista testifica: “Si en mi corazón hubiese yo mirado a la iniquidad, el Señor no me habría escuchado” (Salmos 66:18). Otra causa puede ser algún pecado que no haya sido perdonado. Este obstáculo debe ser quitado del camino. Lo mismo también es valedero en el caso del orgullo oculto, acerca del cual el apóstol Pedro, en 1 Pedro 5:5, advierte a los más jóvenes en la iglesia, ya que les pide que se sujeten a sus mayores. Pero también puede ser que hagamos oídos sordos a los clamores de los pobres. Entonces, también nosotros algún día llamaremos y no seremos oídos. El rey Salomón escribe sobre esta advertencia en el libro de Proverbios. No ser misericordiosos, al igual que la incredulidad y la tan difundida intransigencia, nos separan de Dios y de su santo rostro. Entonces, oímos el susurro de las palabras que Jesús dice en Marcos 11:25: “Y cuando estéis orando, perdonad, si tenéis algo contra alguno, para que también vuestro Padre que está en los cielos os perdone a vosotros vuestras ofensas”.
Por Walter Dürr