“Después dijo Dios: Produzca la tierra hierba verde, hierba que dé semilla; árbol de fruto que dé fruto según su género, que su semilla esté en él, sobre la tierra. Y fue así”.
Génesis 1:11
Ya en la naturaleza observamos el deseo de Dios de que haya fruto. El paraíso fue un maravilloso y fructífero huerto. Pero la serpiente planeó privar a los hombres del más hermoso de los frutos: el fruto de la comunión con Dios. Engañosamente preguntó: “¿Conque Dios os ha dicho: No comáis de todo árbol del huerto?” (Génesis 3:1). A través de la tergiversación de la verdad, la serpiente engañó al hombre, privándole del delicioso fruto de una vida plena y significativa en comunión con su Creador. El fruto es el mayor grado de evolución de todos los seres vivos, pues solo él tiene la capacidad de engendrar una nueva vida de la misma especie. Ni el pasto ni las hierbas son lo máximo, sino su capacidad de producir semillas. En muchas plantas, la meta para la cual han sido creadas es la de llevar fruto. Estos frutos a su vez están para albergar semillas, etc. El apóstol Pablo le escribió a los filipenses que debían estar “llenos de frutos de justicia” (Filipenses 1:11). Escribió además: “Busco fruto” (Filipenses 4:17). A los creyentes en Roma también les escribió: “Para tener también entre vosotros algún fruto” (Romanos 1:13). También nosotros estamos aquí para llevar fruto. Si le damos espacio a Jesús en nuestra vida, obrará en y a través de nosotros mediante el Espíritu Santo: “Mas el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza; contra tales cosas no hay ley” (Gálatas 5:22-23). Esto es lo que Dios quiere.
Por Eberhard Hanisch