“Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios”.
Mateo 5:8
A quien se ha acostumbrado a la pureza, le molesta la mancha más pequeña en su vestidura. Nosotros no somos puros por naturaleza, si lo fuéramos, un niño pequeño no se sentiría cómodo jugando con arena y llevando sus dedos a la boca. El hombre tiene que ser educado para que le guste la pureza, y hay que acostumbrarlo a ello. La pureza del corazón tampoco es una virtud con la cual se nace, porque por naturaleza hay maldad en nosotros, como lo muestra Jesús en Marcos 7:21-23. El discurso de “la buena semilla” dentro del hombre es un error, porque desde el nacimiento hemos caído en la maldad. El reconocimiento del pecado primeramente tiene que ser despertado, permitiendo que Dios nos diga a través de su Palabra lo que es bueno y lo que es malo. Para la pureza del corazón necesitamos un ejemplo. Esto nos dio Dios a través de su Hijo. Es frente a Su medida, la del Puro y Santo, que debemos medirnos. Si lo miramos a Él, despertará en nosotros un anhelo de pureza. Hebreos 1:3 dice: “El cual (…) habiendo efectuado la purificación de nuestros pecados por medio de sí mismo”. Y “la sangre de Jesús nos limpia de todo pecado” (1 Juan 1:7). Jesús quiere perdonarnos cada culpa y, a través de su sangre derramada en la cruz, quiere regalarnos la pureza del corazón. Él despierta en nosotros un anhelo por esto, al decir: “Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios” (Mateo 5:8). Al que anhela tener un corazón puro, se le dará a través de la sangre reconciliadora de Jesús. El rey David pedía desde lo íntimo: “Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio”. Al que lo pide de esa forma, se le dará abundantemente. “Puesto que tenemos tales promesas, limpiémonos de toda contaminación de carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios” (2 Corintios 7:1). Dios le bendiga.
Por Burkhard Vetsch