“Mas el publicano, estando lejos, no quería ni aun alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: Dios, sé propicio a mí, pecador”.
Lucas 18:13
En esta parábola, Jesús le habla “a unos que confiaban en sí mismos” (v. 9). Y entonces presenta la ilustración del fariseo, que pertenece al grupo de los que “menospreciaban a los otros”. Si bien estaba orando en el templo, parece que ni siquiera se daba cuenta de que oraba “consigo mismo”. Esto significa que estaba hablando con él mismo. Por eso es tan “tajante” con los demás, porque su YO rige su vida: “Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres (…) ayuno dos veces a la semana, doy mi diezmo de todo lo que gano” (vv. 11-12). Con la persona que orgullosamente presenta sus propios logros, Dios no puede establecer una relación. A continuación, Jesús presenta a un cobrador de impuestos. Este hombre llega, pero se queda parado desde lejos ante el Dios Santo. Sus ojos están abatidos porque es consciente de su forma de vida. Notamos que quiere cambiar, porque golpea su pecho. Él no golpea alrededor de sí, sino que va a su interior. Y entonces dice la palabra secreta: “Sé propicio a mí, pecador”. A veces pensamos en el perdón como algo de lo cual nos queremos librar. “Propicio” en el griego significa “sé propiciación para mí”, un sacrificio de propiciación. Eso era lo que el publicano quería, lo cual es el resultado de un entendimiento espiritual. La propiciación es el sacrificio que llevó a Jesús a la cruz, que es el único que puede satisfacer la santidad de Dios. “A quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre” (Ro. 3:25).
Por Eberhard Hanisch