“Quítense de vosotros toda amargura, enojo”.
Efesios 4:31
El sentimiento de amargura lo conocemos todos por experiencia propia. La Biblia menciona algunas características sobre la amargura y cómo podemos tratar con ella. En la fiesta de la Pascua (pésakj), por ejemplo, había hierbas amargas como recuerdo de la amarga vida en Egipto. En el desierto hay aguas amargas, no bebibles. En Santiago 3:10-11 es examinada nuestra lengua: “De una misma boca proceden bendición y maldición. Hermanos míos, esto no debe ser así. ¿Acaso alguna fuente echa por una misma abertura agua dulce y amarga?”. ¿Está usted amargado consigo mismo? Pedro lloró amargamente por sí mismo. Reconoció su culpa e insuficiencia. Sus propias fuerzas y su firme voluntad no llegaban muy lejos. Él lloró decepcionado de sí mismo. Algo parecido sucedió con Elías y Jonás. ¿Y nosotros? ¿Estamos amargados por otros? En Hebreos 12:15 se nos exhorta: “Mirad bien, no sea que alguno deje de alcanzar la gracia de Dios; que brotando alguna raíz de amargura, os estorbe, y por ella muchos sean contaminados”. ¿No es suficiente con eso? Aun siendo hijos de Dios, puede suceder que estemos amargados contra Dios mismo, como los hijos de Israel en el desierto. ¿A partir de qué situaciones puede surgir la amargura? Hay muchas: sufrimiento, pobreza, ofensas, decepciones, celos, enfermedad, tristeza, muerte… ¿Cómo debemos tratar con esta amargura? Tenemos que cuidarnos a nosotros mismos y a nuestra lengua. Después tenemos que apartar lo amargo, ser bondadosos los unos con los otros, soportarnos, amarnos, perdonarnos. Eso es posible “porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones” (Romanos 5:5). Y no nos olvidemos: por la cruz de Cristo toda amargura puede ser transformada en bendición, ¡también en su vida!
Por Walter Dürr