“Entonces dije: ¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos”.
Isaías 6:5
“¡Ay del mundo! ¡Ay de mí! Heme aquí, envíame a mí”. Por estas tres etapas tuvo que pasar el profeta Isaías antes de convertirse en el instrumento de Dios con el cual nos encontramos en la Biblia. Estas etapas deben convertirse también en mojones en nuestra propia vida:
1. “¡Ay del mundo!”. Materialismo, egoísmo, satisfacción desinhibida de los deseos, relativismo, arrogancia: así se veía el mundo en el tiempo de Isaías. Las lamentaciones de Isaías 5 caracterizan de forma profética nuestro tiempo. Para que Dios nos pueda utilizar, es indispensable aprender a reconocer la necesidad del mundo y aprender a verla con los ojos del Señor. Pero si la necesidad del mundo no nos inmuta, nos pareceremos a aquellos que solo hablan del mismo en forma impersonal. ¡Esta actitud no trae fruto! Por eso tenemos el segundo paso:
2. “¡Ay de mí!”. Él nos lleva al encuentro con la fuerza purificadora de la sangre de Cristo. Allí es donde uno deja de hablar de las impurezas de los demás: “¡Yo soy el necesitado!”. Recién ahí estamos preparados para recibir el tercer punto: 3. “¡Heme aquí, envíame a mí!” (Isaías 6:8). Ahora el hombre de Dios está preparado. “¡Ve!”, es la respuesta de Dios. Nuestro “heme aquí” se verá muy debilitado sin los dos puntos anteriores, y muy probablemente se trate tan solo de vanas palabras. ¿Cuál es el mayor “éxito” de un siervo de Dios? ¡La santificación personal! Esto es lo que experimentó Isaías. Dios también quiere regalarnos este éxito. A primera vista no parece ser algo espectacular, pero a largo plazo es muy efectivo.
Por Stefan Hinnenthal