“Cuando Jesús nació en Belén de Judea en días del rey Herodes…”.
Mateo 2:1
“¿Qué hicieron hoy en la escuela?”, le pregunta el padre a su hija de siete años. “Escuchamos algo sobre Rodes”. El padre pregunta: “¿Quién o qué es Rodes?”. “Pues, ese que vivió hace mucho tiempo y mataba a los niños”. Ahora el padre logra entender: “Te refieres al Rey Herodes, de la historia de Navidad. Se llama Herodes, no Rodes”. A esto la hija responde: “No, a alguien como él no le digo Señor” (del alemán Herr=Señor, Herodes/Herr-Rodes, es interpretado por la niña como Señor-Rodes). Herodes parece ser conocido por todos; fue descrito como “monstruoso en su figura humana”. Era de procedencia edomita, pero le fue dada la ciudadanía romana, sin embargo, cuando le convenía, se denominaba judío. Herodes era una autoridad política en la cual Roma podía confiar. Logró mantener la paz por más de 30 años en un país que solía ser convulsivo, y trataba de ser justo tanto con judíos como con romanos. El país se extendía cada vez más y Herodes renovó el Templo, llegando a tener una indescriptible grandeza y hermosura. Por otro lado, sobresalía por su crueldad. Combatió a los descendientes de los macabeos y llevó a juicio a 45 miembros de la corte. Herodes no se detuvo siquiera en ejecutar a algunos de sus hijos; además de esto, mandó matar a su esposa Mariana y a sus hijos en Belén. Celos y desconfianza dominaban su pensar y actuar. La riqueza y el poder se desvanecen –lo que persiste es Jesús y su palabra (Marcos 13:31). Al final de una vida ya no cuenta el éxito y el reconocimiento en este mundo, sino solo una cosa: lo que hicimos con Jesús.
Por Norbert Lieth