“Porque así ha dicho Jehová: Incurable es tu quebrantamiento, y dolorosa tu llaga”.
Jeremías 30:12
Debemos aceptarlo: ¡nuestra situación ante los ojos de Dios es igualmente trágica! La destrucción causada por el pecado es catastrófica. “No hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno”, asevera el Salmo 14:3 fríamente. Este también es el motivo por el cual debemos morir. Pero no solamente los errores que cometimos son los que nos acusan ante Dios, también es el pecado innato de nuestra naturaleza. Dios no quiso ni quiere que su creación se pierda. Él se apiada de los hombres en su necesidad. Todo su plan de salvación está enfocado hacia la redención y sanidad. Para eso puso en juego lo más preciado que tenía: Su único Hijo. Por eso, por pura gracia, podemos retornar, como aquel hijo pródigo, al amante corazón del Padre y confesarle nuestros pecados. Todo aquel que regresa es aceptado, no importa lo grande que haya sido la culpa. ¡No permitamos que las dudas nos retengan! Jesús prometió: “Al que a mí viene, no le echo fuera” (Juan 6:37). Con amor paternal nos acepta como su posesión. ¡No seamos indiferentes! Su amor se manifiesta en el Gólgota, donde su sangre fue derramada por nuestros pecados. En su sangre se halla nuestra única salvación. Es su sangre la que cura hasta el quebrantamiento más incurable, y nadie tiene que ir a la perdición, sino que puede entrar a la vida eterna. Esto tiene preciosos efectos sobre nuestra vida cotidiana. Ya no tenemos que vivir bajo la esclavitud del pecado y de Satán, sino en la libertad de los hijos de Dios, libertad que él regala. ¡Alabado y glorificado sea nuestro Señor!
Por Burkhard Vetsch