“Y se cumplió la Escritura que dice: Abraham creyó a Dios, y le fue contado por justicia, y fue llamado amigo de Dios”.
Santiago 2:23
Cuando Abraham salió de Ur de los caldeos, estaba lejos de ser llamado “amigo de Dios”. Antes bien, era amigo de este mundo, amigo del pecado y de la idolatría. Pero Dios comienza a obrar en la vida de este hombre. Dice la Biblia: “Porque el Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido” (Lucas 19:10). Abraham también es uno de aquellos a quienes Dios vino a buscar. El Señor empieza a hablarle y le dice: “Vete de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré” (Génesis 12:1). Pero Abraham va a Harán. ¿Por qué? Porque Abraham recién estaba en el camino de ser amigo de Dios. Aún le costaba confiar en Él y dejar a un lado sus antiguas y pecaminosas costumbres. Abraham aún quería reasegurarse, quería cubrirse las espaldas. Por eso se dirigió a Harán, pues allí se adoraba al dios de la luna, la divinidad que él conocía de su antigua patria. Abraham fue tallado en la misma madera que cada uno de nosotros. “Por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3:23).
Para ser amigo de Dios, Abraham tiene que despojarse de su antiguo ser. Sí, tiene que aprender a depositar toda su confianza en Dios. Por eso el Señor lo lleva al monte Moriá, al Gólgota, al sitio, donde ya no cuenta nada de lo personal, ni la nacionalidad, ni el pasado, ni el estatus social. Al lugar donde solo cuenta el sacrificio que Dios le ofrece. También para nosotros existe allí la única posibilidad de ser amigos de Dios: en el sacrificio sustitutivo de Jesucristo en la cruz del Gólgota.
Por Samuel Rindlisbacher