“Después de esto miré, y he aquí una puerta abierta en el cielo; y la primera voz que oí, como de trompeta, hablando conmigo, dijo: Sube acá, y yo te mostraré las cosas que sucederán después de estas”.
Apocalipsis 4:1
Cuando esto suceda, la Iglesia de Cristo habrá sido arrebatada. En el cielo habrá llegado el momento de las bodas del Cordero: “Gocémonos y alegrémonos y démosle gloria; porque han llegado las bodas del Cordero, y su esposa se ha preparado” (Apocalipsis 19:7). En la tierra, sin embargo, comienza lo peor que ha visto y experimentado la humanidad, es decir, la ira del Cordero. Esta será tan terrible que las personas en la tierra dirán “a los montes y a las peñas: Caed sobre nosotros, y escondednos del rostro de aquel que está sentado sobre el trono, y de la ira del Cordero” (Apocalipsis 6:16). ¿Por qué? ¿Por qué tiene que atemorizarse el hombre ante el Cordero? ¿Acaso este no había venido “…a buscar y a salvar lo que se había perdido” (Lucas 19:10)? ¿Por qué, entonces, repentinamente estos juicios? ¿Por qué la ira del Cordero? ¡Porque los hombres niegan al hombre del Gólgota! ¡Niegan a Jesucristo! Jesús vino, y por su profundo amor hacia nosotros se hizo pobre, fue despreciado, odiado e injuriado. Una corona de espinas fue incrustada en su cabeza, recibió duros golpes, fue clavado a la cruz y su costado fue atravesado con una lanza –ese fue el precio por nuestro rescate. Sin embargo, “A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron” (Juan 1:11). ¿Acaso este Cordero, Jesús, no tiene derecho de estar airado? ¿Nosotros mismos no decimos que cada delincuente merece un justo castigo? Al decir esto, si aún no somos salvos, estamos expresando nuestra propia condena.
Por Samuel Rindlisbacher