“Así que, como por la transgresión de uno vino la condenación a todos los hombres, de la misma manera por la justicia de uno vino a todos los hombres la justificación de vida”.
Romanos 5:18
Vean al primer Adán: Dios lo creó y luego lo puso en el jardín del Edén. Difícilmente nos podamos imaginar la armonía que reinaba en este maravilloso paraíso. El Dios de amor ha pensado todo para beneficio del hombre. Pero ya a la primera tentación, Adán transgredió el único mandamiento que Dios le había dado; en él afloró el deseo de enaltecerse para así ser como Dios. A través de esta desobediencia penetró el pecado al mundo, y con el pecado vino la muerte. Vean al eterno Hijo de Dios: dejó la gloria del cielo, vino a la tierra para, después de haber vivido una vida absolutamente conforme a la voluntad de Dios, morir por nosotros los pecadores. Fue un hombre totalmente obediente, el único perfecto que ha vivido jamás sobre la tierra. Jesús podía decir: “Mi comida es que haga la voluntad del que me envió, y que acabe su obra” (Juan 4:34). Al cabo de su vida, esta obediencia lo llevó hasta el huerto de Getsemani, donde Él fue solo al encuentro de su Padre. Este le ofreció una copa. ¡Pero qué copa tan terrible! Completamente llena de la ira de Dios, consecuencia de la caída del primer Adán. Jesús la aceptó como proveniente de la mano de Dios y, entonces, sobre el Gólgota, en la cruz, el lugar en el cual habría de consumarse la obra redentora, la bebió hasta la última gota. Sí, Él se hizo “obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Filipenses 2:8). Démosle a nuestro Dios toda la honra, “Porque así como por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno, los muchos serán constituidos justos” (Romanos 5:19).
Por Jean Mairesse