“Señor, enséñanos a orar, como también Juan enseñó a sus discípulos”.
Lucas 11:1
En los Evangelios nunca se relata que Jesús haya orado con sus discípulos. Para orar siempre iba solo a un lugar tranquilo. Ante decisiones difíciles como, por ejemplo, la elección de los doce discípulos, se retiraba para estar tranquilo ante el Padre. Además, advirtió acerca del peligro que corre la persona al querer hacerse ver en las oraciones públicas. Recomendó orar en la recámara porque la oración pública nunca es totalmente desinhibida. La oración conjunta da una poderosa fuerza de unidad, pues está presente la necesaria unanimidad. Lo que llama la atención en la oración que Jesús le enseñó a sus discípulos es que sea tan corta. Jesús les advirtió acerca de las muchas palabrerías, puesto que Dios ya lo sabe todo. ¿Por qué es necesario, entonces, que oremos? Al hacerlo le mostramos a Dios que nuestra esperanza está puesta en Él; además nos libera de preocupaciones, de manera que nuestra confianza esté dirigida hacia Él, quien tiene cuidado de nosotros. Seguramente, Jesús no se refirió a que solo repitiéramos el “Padre nuestro”. De ser así, sería precisamente pura palabrería. Antes bien, deberíamos tomarlo como guía para nuestra oración, pues en la oración personal corremos el peligro de hacer girar todo alrededor de nuestras preocupaciones, motivos y problemas; alrededor de nuestro yo. Jesús quiere desviarnos de esto para que nuestra mirada esté puesta en la omnipotencia del Padre celestial. ¡Eso empequeñece nuestras preocupaciones pasajeras! Él conoce nuestros motivos cotidianos. Orar por ser guardados de la tentación del mal nos debe recordar que no somos guardados por nuestra propia fuerza. Así como Él es misericordioso con nosotros y nos perdona, también debemos nosotros ser misericordiosos y perdonar a otros. Eso nos ha de guardar de la autojustificación.
Por Fredi Winkler