“El que en él cree, no es condenado; pero el que no cree, ya ha sido condenado, porque no ha creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios”.
Juan 3:18
Aquí nos encontramos con dos destinos opuestos. Primeramente, leemos acerca del destino feliz del creyente: fue salvo por gracia, o sea, “justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús” (Romanos 3:24). Ahora es un hijo de Dios, pues a todos los que aceptan a Jesús en su corazón, él les da “potestad de ser hechos hijos de Dios” (Juan 1:12). Solo de esta manera una persona puede hacerse partícipe de la victoria de Jesús y recibir el perdón de sus pecados. Mediante la oración y por medio del nombre de Jesús, tiene acceso al trono de Dios. Su nombre está en el libro de la vida, y orienta su vida conforme a la Palabra de Dios: “Los juicios de Jehová son verdad, todos justos” (Salmos 19:9). Así, sus pasos se afirman y vive con la esperanza de que en cualquier momento podría volver su Señor, tal como Él lo prometió. El impío, sin embargo, que conscientemente ha rechazado a Cristo, irá a la perdición eterna, pues esta persona, que no se arrepintió, muere en sus pecados. Con sus mugrientos harapos no podrá permanecer ante del trono de Dios, y seguirá siendo un hijo de Satanás. Con esto, ya en la presente vida se halla bajo la ira de Dios y va innegablemente al encuentro del juicio. Será arrojado al lago de fuego que arde con azufre. Allí están Satanás y sus secuaces: los cobardes, los incrédulos, los asesinos, los perversos y los hechiceros, los idólatras y todos los mentirosos. Si usted aún no le pertenece a Jesús, ¡corra ahora mismo hacia aquel que salva del pecado, de la muerte y del diablo! Jesús lo acepta tal como usted es.
Por Walter Dürr